miércoles, 26 de junio de 2013

Verano azul, una de series

Con la misma naturalidad con que en Crónicas de un Pueblo se reflejaba la vida cotidiana de una pequeña aldea rural a través de sus personajes más representativos (el alcalde, el maestro, los niños de la escuela, el boticario, el cartero, el sargento de la Guardia Civil…), o que posteriormente utilizaría en Farmacia de Guardia para transmitir la vida sencilla de un barrio a través de historias contadas en la rebotica, ahora de la mano de una farmacéutica y su familia, de una pareja de policía locales o de los parroquianos del bar de la plaza, el maestro Antonio Mercero nos muestra en Verano Azul, las vacaciones de una pandilla de chavales de edad indefinida, donde tenían cabida Titos y Pirañas junto a los más mayores, con la complicidad de una pintora de enorme sensibilidad y de un añorable lobo de mar. Con la sencillez que le caracteriza, el genio de Mercero nos dibujaba, en definitiva, las vacaciones de verano que ya eran una realidad para muchos españoles, reflejando como nadie en el celuloide la sociedad española de comienzos de los ochenta.
Tan sólo una década después, España dejaba atrás sus Crónicas de un Pueblo, crónicas en blanco y negro de una sociedad con una imperiosa necesidad de abrirse al mundo y de olvidar, manifestando un rotundo no a los involucionistas asalta congresos. Comenzaba un nuevo tiempo, en el que los españoles, abrían sus ventanas de par en par para dejar entrar el aire fresco de un esperanzador mañana. Un tiempo de transición, moderación y apuesta por el proyecto europeo, en el que había mucho por hacer. Un tiempo, también, de reconversión económica, y, por tanto, de duros sacrificios. Definitivamente, un tiempo en que los españoles aunaban esfuerzos para forjar la construcción de una sociedad más digna y creían ser dueños de su futuro. Un futuro al que los jóvenes miraban esperanzados, con la conciencia pura y las manos limpias.
Aquellas tardes de domingo de su adolescencia temprana, Jana López se acurrucaba a las cuatro en punto junto a su hermano Pablo en el sofá de su casa, junto a millones de españoles que hacían lo propio, mientras acompañaban con sus silbidos la alegre melodía de Carmelo Bernaola. Esos veranos azules, los cuales reconozco en gran parte míos, son los causantes de la ensoñación que Jana experimenta al final de Brick y el olivo 33, y me sirvieron para su particular despedida de la historia. Los dos disfrutamos como chiquillos imaginándonos al bueno de Chanquete al frente del timón de La Dorada, navegando en un mar calmado, yendo tras el escurridizo sol. ¡Qué se le va a hacer! Nos encanta sentirnos así. Con la aparente levedad de las moléculas de oxígeno del aire y de los granos de arena de mar.
Unos veranos azules, por otro lado, extraordinariamente parecidos a los míos. O eso creo yo, salvando las peculiaridades del veraneo de una familia especialmente numerosa:
Lo nervios con los preparativos del viaje y con dejar bien cerrada la casa de Madrid. La tía Tere y los más mayores, en tren, el resto de la tropa, en coche; un Mil Quinientos que luego fue un R-12 y finalmente un Chrysler Talbot 150, por supuesto, con el maletero hasta arriba de equipaje, y saliendo de madrugada para no pasar mucho calor.  Papá y mamá, delante, la abuela Juana, con su espejo de tocador en la mano todo el viaje (no había manera de convencerla de que podía llegar sano y salvo a su destino metiéndolo en el maletero con todo lo demás), detrás, con los mellizos y los dos peques, uno de ellos en brazos. El viaje en coche duraba entre nueve y diez horas, dependiendo de los camiones que te tuvieras que chupar en Despeñaperros. No había autovías. Ni que decir tiene que cuando llegábamos al apartamento que mis padres alquilaban para el mes de Agosto, había que hacer un uso eficiente de colchonetas hinchables, sofás y sillones, acomodándonos lo mejor que podíamos. Por delante treinta días de dormir poco, de mucha playa y de mucho cine de verano, de aventuras en la Cueva del Tesoro, de mil y una visitas a parientes maternos y paternos, de paellas en el olivo 33, de jugar en el callejón con el flacucho del primo Lucho y de dejarse invitar a un helado por tito Luis. Una sensación, a pesar de las incomodidades, de plena libertad e inmenso placer. La presencia del mar impregnando tus sentidos. Vacaciones de adolescencia. Veranos en aquel entonces eternos, veranos azules, sin ordenadores ni móviles. Playa y chiringuito. Una bici y una pelota, a lo sumo. Nada más era necesario para ser feliz. Lejos quedaba aún la triste despedida, el retorno a la capital, a la rutina colegial, a una carretera sin playa.
El malagueño Rincón de la Victoria fue el lugar de mis veranos azules. La casa de mis abuelos maternos, Paco y Encarna, ya no existe. Tampoco la de mis tíos Luis Manuel y Mercedes, ni las de tita Africa y el tito Luis, justo al lado. En su lugar se levantan varias torres construidas anárquicamente para aprovechar hasta el último centímetro cuadrado. Más allá, siguiendo la carretera que lleva a los pueblos de la Axarquía, hasta llegar a la barrera que supone la autovía de circunvalación, el panorama se reproduce con igual dureza. Imposible encontrarlo. El olivo 33 ya no existe. Ni el treinta y tres, ni los cientos que había junto a él. En su lugar multitud de colmenas de cemento y ladrillo dónde supongo habitan seres humanos que intentarán ser felices.
Si el bueno de Chanquete levantara la cabeza, se volvía a morir el pobre. Al final, los especuladores inmobiliarios engañaron a los del pueblo y consiguieron cercar sus huertos de vallas y excavadoras, saliéndose con la suya. Una tragedia, sin duda, de imposible reparación ya. La cuestión es si podremos evitar que los miles de proyectos urbanísticos absurdos que debido a la crisis los ayuntamientos se vieron obligados a guardar bajo llave en los cajones, vean la luz. ¿Volverá a repetirse la historia?
Os dejo. Me voy silbando esta bella melodía.

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